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martes, 14 de febrero de 2012

Aquí la vida es un sueño y la muerte una realidad.

Yo recuerdo que...
Yo recuerdo haberte visto llegar de un viaje fugaz a la capital, recuerdo verte caminar barrio abajo con los manos entre los bolsillos, con la mirada perdida hacia el destino. Ibas a casa de tus viejos a desearles las mismas buenas noches de siempre, a visitar lo poco que habían dejado los años en las arrugas y las manos de los que supieron  cuidarte por mucho tiempo. Y aunque de seguro para ese momento ya eras todo un hombre renacido una y otra vez gracias a los miles de golpes de suerte que hicieron que te aferraras más a la vida, sin contar además todas las disculpas que tuviste que dar a diario, los tropiezos, la mala cara de los curas, sin contar también las veces que tuviste que huir de las iglesias y las tantas veces que encendiste un cigarrillo detrás de los linderos, pero claro, de ese número exacto de cigarrillos no conocías y tampoco te interesaba saberlo. Entonces te diste cuenta que ya habías caminado y viajado lo suficiente y con ello no solo aprendiste a cuidar de ti mismo; sino también de una familia de cinco, de una esposa "teniente y organizada", dos adolescentes con estrella, y yo, que aún no entendía nada.

Yo recuerdo escuchar el teléfono la mañana siguiente, ver tus ojos como una película en retroceso y verte convertido en ese niño débil que alguna vez fuiste. Tus viejos ya no estaban más. Pensaste quizás en que a veces ni Dios sabe cuándo será la última vez, y qué aunque te hubiesen dado la oportunidad de despedirte, de todas formas solamente les darías las "-Gracias", porque un hombre débil reconoce ante todo sus debilidades y sabría que nunca podría ser bueno con las palabras menos en momentos como esos.
Luego te vi parado allí, entre la gente, entre lágrimas y palabras de gente desconocida; de seguro yo no sabía qué cosa era una funeraria, pero por alguna razón extraña sabía que había un muerto, entonces vi que mucha gente lloraba y me acerqué al pequeño pedazo de tu sombra, observé tus ojos que son los mismos míos, tomé tus manos tan solo para ver si temblaban como las de muchos en ese lugar frío, y te pregunté -"¿Por qué no lloras papá?" Me miraste y sonreíste para luego decirme, - "A veces la gente que no llora es la que más sufre por dentro". Supe entonces, que no estaba hablando con mi papá, sino con un niño de mi edad que no quería comprender nada.

Tantos meses después pasaron para que mi razón fluyera y se declarara no solo inocente, sino también ignorante. Mi abuela materna fallecía en una madrugada como cualquier otra, en un hospital como cualquier otro, al lado de ella mi madre que hoy por hoy me lo cuenta así: "Verla entre mis brazos sollozando hasta el final, verle cerrar sus ojos para luego sentir cómo si algo me desgarrara el cuerpo, un golpe en el pecho que se traducía en una mudez absoluta". 

A partir de allí era un constante viaje sagrado cada domingo hacia el cementerio, ver la gente entre flores, tierra y un olor siempre a barro  que con el verano se intensificaba más. Fui creciendo y por lo menos entendí que mis abuelos no volverían nunca más, pero también pensaba en lo agradable que sería ese cementerio para jugar al escondite con mis primas y usar mis patines sin el miedo a que un carro me golpeara. Aproximadamente fui al cementerio todos los domingos por trece años, y visitaba iglesias solo cuando alguien moría y a mis casi veinte años me doy cuenta de lo aproximado y expuestos que estamos siempre a la muerte, parece ser más fuerte el lazo entre vivos y muertos que el lazo entre los vivos y la vida, fue por eso que me quedé muchas veces en el cementerio esperando a que terminaran de rezar. Ese lazo entre vivos y muertos, es el mismo que convierte a los vivos en esqueletos andantes y a los muertos en  seres materiales que gozan de rosas y agua cada domingo. Al final nos daremos cuenta que nadie murió y que todo sigue allí, llenándose de polvo entre los anaqueles del recuerdo, recordando cada domingo, cada año, cada navidad, y aunque no es fácil desprenderse de lo que alguna vez tuvo voz y manos debemos saber que el hombre no es ningún material durante su estancia en la tierra, por ende, tampoco lo es después de su muerte, pero insistimos en aferrarnos tanto al muerto que olvidamos al humano que fue.  

Es por eso que desde siempre los grandes enseñan a los pequeños primero el valor de la muerte antes que el de la vida y cuando crecemos nos preguntamos que habrá más allá de la muerte y nos olvidamos que tenemos un sueño en las narices al que le llaman vida. La muerte es realidad y aunque admito no tenerle miedo a mi desenlace, si me da miedo el final de mis más cercanos, porque pareciera que entre más escuches sobre la muerte, más te aferras a los que sabes que no estarán por siempre. ¿Así será la vida? o ¿Así será la muerte?- Tanto que ya parecen ser iguales.


1 comentario:

  1. Lyla, tu magnífica prosa, que ya hacía tiempo no degustaba, me ha envuelto desde la primera palabra y me ha soltado al final de todo o la principio de la verdad. Llego con las cuerdas emocionales totalmente tocadas, con un nudo en la garganta y los pensamientos alborotados y los recuerdos posicionados para entrar, de un momento a otro, en el campo de batalla.
    Tu reflexión, Lyla, tiene mucho de sentimientos y bastante de ensayo. Analizas las emociones, las incertidumbres que nos causa, curiosamente, la única certeza que posee el ser humano: su muerte segura. La costumbre, la tradición y el cristianismo se han empeñado en que veamos la vida como un tránsito, "un valle de lágrimas", que debemos de atravesar para alcancar la muerte. Bien dices, no se nos enseña a vivir, a extraerla la última gota al presente.
    Y, sí, nos vamos llenando de muertos, te lo dice alguien mayor que tú, que a veces recontea y son muchos ya los seres queridos que habitan en "los anaqueles de nuestros recuerdos".Desaparecen del tacto pero se instalan en el interior. Otra forma extraña de prolongar la vida.
    Lyla, percibo una enorme madurez en tu escritura. Enhorabuna
    Abrazos

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